¡Procuren el oro! Escuchamos esas palabras motivadoras cada cuatro años al llegar otra serie de Juegos Olímpicos. El ambiente se llena de pláticas motivacionales. El orgullo nacional se desborda y los musculosos atletas de todo el mundo buscan el premio a tantos años de entrenamiento: ¡el oro! ¡La victoria! La medalla representa el logro supremo, lo máximo en el deporte. Algo en lo profundo de nuestro ser desea ganar. Salir en primer lugar. Cumplir el sueño imposible. Alcanzar algún objetivo importante.
Pero ¿te has dado cuenta de una cosa respecto a la victoria? Es asombrosamente esquiva. A veces ni siquiera iniciamos la búsqueda porque nunca nos permitimos hacerlo, nuestros pensamientos de victoria casi parecen estar fuera de lugar, dudamos de poder ganar, no sólo en el ámbito físico del atletismo, sino también en el ámbito profesional, e incluso en la vida espiritual del cristiano cotidiano. ¿Has notado qué escaso y aun admirable parece ser el cristiano victorioso?
Estoy convencido de que nosotros los cristianos tenemos a nuestra disposición suficiente poder para superar las limitaciones, los obstáculos y las circunstancias. El Señor nuestro Dios nos diseñó para que fuéramos vencedores, no víctimas. Nunca nos encargó que meramente aguantáramos, que soportáramos con una sonrisa, que avanzáramos con dificultad a paso de tortuga. ¡No! Más bien nos equipó completamente para que ¡conquistáramos de manera abrumadora! por la fuerza de su poder. Nos concedió permiso pleno para unirnos a la filas de sus hijas e hijos victoriosos.
Si estás listo para creer eso y permitir que sea un factor determinante en tu vida entonces te convertirás en un campeón espiritual, un campeón profesional , un campeón en cada área de tu vida.
El camino a la victoria no es un camino solitario, no es como el corredor solitario en la pista tratando de conseguir el oro, tu vas por el camino, vas en pos de la victoria en compañía de aquel por el cual obtenemos la victoria total. (1 Corintios 15:57)
La victoria que deseamos nunca es automática, la pasividad es un enemigo para cualquiera que tiene la esperanza de llevar una vida victoriosa. Es igual de necio que el creyente piense que la conquista “se dará por si sola” que imaginar a un campeón olímpico de pie sobre la plataforma del vencedor mientras afirma: “En realidad nada tuve que ver con esta medalla de oro. Hace pocos minutos miré hacia abajo y allí estaba, colgada de mi cuello”.
¡Qué broma! El cristiano victorioso, al igual que el atleta victorioso, gana porque de manera deliberada y personal está involucrado en un proceso que conduce a la victoria. Sigue tu proceso, no estás solo, tienes segura la victoria porque…
¡Con Dios obtendremos la victoria! (Salmo 60:12)
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